viernes, 27 de febrero de 2009


[...]el agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿para que sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilacion: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera mas que una fantasmagoria, sin mas solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.
La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que seria así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a que? Esa absolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagoria con su acto de propia voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desaparición que precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y nos aferramos a el como nos agarraríamos desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo.[...]



El Túnel
Ernesto Sabato.

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